lunes, 27 de junio de 2011

Relojes

Utilizo habitualmente un reloj de pulsera corriente, eléctrico. La ventaja de este tipo de relojes es que nos evitamos la pequeña molestia de darles cuerda cada día, a cambio del pequeño desembolso que supone cambiar la pila periódicamente. El caso es que la semana pasada se me estropeó. Al verlo parado supuse que se le habría agotado la pila, pero al llevarlo al relojero para cambiarla me dijo que la pila aún no estaba agotada, así que lo dejé allí para que me lo reparase. Tengo otros dos relojes, igualmente eléctricos, pero como hace años que no los uso ambos estaban, como cabía esperar, sin pila.

Así que saqué del cajón donde lo guardo el viejo reloj de mi padre. Es un reloj de cuerda de fabricación suiza, de los años cincuenta. A pesar de sus muchos años y de los que lleva en el cajón, sabía que no me fallaría. Y en efecto, funciona perfectamente. Lo llevé ese día al trabajo y a la vuelta me lo quité por miedo a que rompiera uno de los eslabones de la pulsera, que está deteriorado. Lo gracioso es que, al verme sin reloj, me han regalado otro, naturalmente eléctrico. Así que ahora tengo bastantes más relojes que muñecas donde llevarlos.

¿Por qué cuento aquí esta anécdota trivial? Porque se me ha ocurrido preguntarme cuántas pilas para reloj se fabricarán anualmente en el mundo. No tengo la suficiente curiosidad como para buscar el dato, pero tienen que ser muchos millones. Toneladas de residuos químicos que no tengo ni idea de dónde van a parar.

Y lo interesante de esta absurda anécdota es que, de los cinco relojes de que dispongo ahora, el único que nunca me falla, no me ocasiona ningún gasto, y no genera ningún residuo es el viejo, robusto y fiable reloj que solo sale del cajón para sacarme de un apuro.

A lo mejor tendríamos que preguntarnos si de verdad nos compensa ahorrarnos la pequeña molestia de darle cuerda todos los días.

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