La Segunda República, de cuya proclamación se cumplen hoy ochenta años, constituye un importante hito en nuestra historia por muchas razones. Sirvió, sobre todo, para acabar con un régimen que había nacido viciado y se había ido pudriendo a lo largo de más de medio siglo. De hecho, fue esa podredumbre la que posibilitó el fácil advenimiento de la República. Y este hecho merece ser conmemorado. Lo que no conviene es deformar la historia, un vicio al que parecemos extrañamente aficionados. El franquismo nos contó su propia historia, en la que solo faltó pintarle a los republicanos cuernos y rabo. Ahora muchos parecen caer en el error inverso y empiezan a pintarles las alas y el halo. Se nos vende (y la compramos) la idea de que la Segunda República fue un modelo de virtudes democráticas que solo fracasó por la perfidia de unos cuantos, y lo siento, pero no fue así.
La Segunda República nació también viciada por el error, tan español, de creer que nuestras razones son tan poderosas que el rival no tendrá más remedio que rendirse a la evidencia y aceptarlas. O por expresarlo con un tópico, un intento más de media España de imponerse a la otra media. Solo así se explica la radicalidad del artículo 26 de la constitución, que convirtió lo que tendría que haber sido un estado laico en un estado manifiestamente anticlerical. Solo así se explica la arrogancia con que el primer gobierno de Azaña tomó medidas polémicas sin tener en cuenta otra opinión que la suya. Solo así se explica que el propio Azaña creyese necesario promulgar, solo siete meses después, una Ley de Defensa de la República que prohibía las críticas a las instituciones, la apología de la monarquía y, de hecho, la libertad de expresión, y que permitía al gobierno, sin intervención judicial, detener y desterrar a quienes hubieran cometido tales delitos. Solo así se explica que cuando las derechas exigieron participar en el gobierno (pretensión legítima, puesto que habían ganado las elecciones) estallase una sublevación. De la izquierda, no lo olvidemos.
Cierto es que hubo un voluntarioso intento de reforma social, especialmente en la educación, pero ni las cortes constituyentes, ni los sucesivos gobiernos hicieron el menor intento de crear una república integradora, en la que todos tuvieran cabida. Por el contrario, en sus actos se manifiesta un ánimo de revancha incompatible con la democracia contra quienes consideraban, no siempre con razón, "enemigos de la república".
La tragedia de la Segunda República es la colosal magnitud de la ocasión perdida. Hombres como Unamuno y Ortega supieron verlo, pero nadie les escuchó. Azaña, Alcalá Zamora, lo reconocerían cuando ya era tarde.
Todo esto no excusa, claro está, el golpe de estado, ni las matanzas de ambos bandos, y mucho menos lo que vino después. Simplemente, la historia es la que es.
Publicado originalmente en facebook el 14/04/2011
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