"Dijo Caín a Abel, su hermano: Vamos al campo. Y cuando estuvieron en el campo, Caín se levantó contra Abel, su hermano y lo mató". (Génesis, 4,8)
El padre Adán tenía una granja, de la que era propietario y en la que vivía con su esposa Eva y sus hijos Abel y Caín. Cultivaban la tierra y criaban conejos y gallinas, actividades en las que los cuatro se ocupaban ocho horas al día. La granja no era rica, pero les daba frutos para vivir dignamente e incluso para que el padre Adán acumulara unos pequeños ahorrillos.
Un día el padre Adán contó sus ahorros y vio que le alcanzaban para comprar un arado y un buey. Pronto se dio cuenta de que, con los nuevos medios de producción, ya no hacían falta treinta y dos horas de trabajo, sino solo veinticuatro. Así que, llamando aparte a Caín, le dijo:
- Ya no hay trabajo para ti en la granja, tendrás que marcharte.
- Pero padre, –dijo Caín- si trabajamos solo seis horas cada uno, podemos seguir viviendo de la granja los cuatro, trabajaremos menos y podremos estar más tiempo en familia.
- ¿Pretendes trabajar dos horas menos y seguir ganando lo mismo? ¿Así te he educado?
- ¿Por qué yo, y no Abel? – preguntó Caín.
- Tengo que prescindir de uno, y tú eres el último en orden alfabético.
- No es cierto. La última alfabéticamente es mamá.
- ¡Ya basta! –se irritó Adán- La granja es mía y no tengo por qué darte explicaciones.
Ahora la granja producía para cuatro personas, pero solo debía mantener a tres. Adán pensó que podría colocar los excedentes en el mercado. Pero descubrió que los otros granjeros también habían comprado arados y bueyes, y habían expulsado a alguno de sus hijos. Todos tenían excedentes, y los desposeídos carecían de dinero para comprarlos.
Empezaron a temer que les robasen y se reunieron para buscar una solución. Todos aportarían una pequeña parte de sus excedentes, y con este impuesto contratarían a algunos de los desposeídos como guardianes. Ellos les protegerían y, además, dispondrían de algún dinero para comprarles los excedentes. Caín solicitó trabajo como guardián, pero no alcanzaba la estatura mínima.
El arreglo no funcionó mucho tiempo. Los guardianes eran demasiado pocos para consumir todos los excedentes. Además, podían proteger a los granjeros contra los ladronzuelos aislados, pero pronto empezaron a surgir entre los desposeídos voces que decían que, si se ponían todos de acuerdo, desbordarían a los guardianes.
Hizo falta un nuevo arreglo. Todos los granjeros aportarían otro poco de sus excedentes, y con ese nuevo impuesto pagarían a los desposeídos un subsidio. No mucho, lo justo para que no se murieran de hambre y alejar el fantasma de la revolución. Para gestionar los subsidios y dirigir a los guardianes contrataron escribas que también podrían comprar en el mercado. Caín solicitó empleo como escriba, pero como siempre había sido agricultor, no sabía leer y lo rechazaron.
Este acuerdo funcionó mejor que el anterior, pero sobrevino un año de malas cosechas y hubo que rebajar los subsidios. En esos días un hambriento y desesperado Caín se encontró con su hermano Abel, que venía de comprarse unas sandalias de marca Paraíso, la última moda.
- ¡Abel, cuánto tiempo! –saludó Caín- ¿A dónde vas?
- He quedado con unos amigos en El fruto prohibido. Me ha dicho mamá que ponen unas manzanas de chuparse los dedos.
Caín no pudo evitar sentir envidia de su hermano. Dijo:
- Yo ando descalzo y tú llevas sandalias de marca. Yo paso hambre y tú comes en los mejores restaurantes.
- Trabaja como yo –respondió Abel.
- No tengo tierra.
- Puedes trabajar de guardián.
- Me rechazaron por bajito.
- Pues de escriba
- No sé leer
- Aprende
- No tengo con qué pagar al maestro.
Abel empezó a sentirse irritado con las quejas de Caín. Después de todo, él no le había robado nada a su hermano ni tenía la culpa de que el padre Adán lo hubiera echado, y si algo tenía era por que se lo ganaba trabajando duramente ocho horas al día. Habló sin pensar:
- Eso son excusas, el que quiere trabajar encuentra dónde. Lo que pasa es que eres un vago sin iniciativa, y quieres que te lo den todo hecho.
Caín se sintió profundamente ofendido y humillado, pero no lo exteriorizó. En lugar de eso, sonrió a su hermano y dijo:
- Vamos al campo
(Nota del autor: esta Historia verdadera es un relato de ficción. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia)