domingo, 30 de octubre de 2011

Abordando el problema del desempleo

Hace lgún tiempo que quiero escribir una entrada sobre el desempleo, que en España alcanza ya unas proporciones de catástrofe. Lo he ido posponiendo porque el problema, además de complejo, es delicado. Claro que he abordado antes otros temas para los que muchos me preguntarán qué autoridad tengo. La respuesta es que para ninguno de ellos tengo más autoridad que la que otorga mi derecho a la libertad de expresión. Pero el paro es un tema especialmente sensible para mí, seguramente porque lo he padecido.

En realidad ya abordé el tema en la entrada La verdadera historia de Caín y Abel, que para mi sorpresa es la más visitada del blog. Pero esa entrada no pasa de ser una aproximación superficial a mi manera de pensar. Tampoco la de hoy será más que un planteamiento de cuestiones generales.

Tal vez convendría comenzar con una declaración de principios: que reducir el paro es un objetivo deseable en sí mismo. Esto puede parecer tan elemental que sobra mencionarlo, pero no lo es para el modelo económico neoliberal, que propugna una suerte de darwinismo social. Para este modelo la libertad de mercado prima sobre cualquier otra consideración, incluidos los seres humanos. Para sus partidarios el mercado de trabajo no se diferencia en nada de cualquier otro mercado. De ahí que cuando consideran el problema del paro lo hagan desde el enfoque de la oferta, la demanda y el precio de equilibrio, por lo que sus respuestas siempre son las mismas: desregular el mercado de trabajo, reducir salarios y facilitar el despido.

Ni que decir tiene que yo no comparto semejante enfoque. El mercado de trabajo no es como cualquier otro porque las personas no son mercancías. Cualdo hablamos del "precio" del trabajo, hablamos de la diferencia entre una vida digna y la miseria para un trabajador y su familia. No es solo una cuestión económica, y aunque evidentemente no podemos separar esta cuestión de sus implicaciones económicas, es el modelo económico el que debe servir a las personas, no al revés. Para cualquier análisis que pretendamos hacer debemos tener presente siempre y en todo momento este principio: el trabajo no es una mercancía.

Ateniéndonos a este principio es obvio que las soluciones neoliberales no sirven. Incluso los mejores modelos no son más que herramientas que nos proporcionan información útil para alcanzar nuestros objetivos. Fijar el objetivo no es cuestión de teorías, sino de principios. Su análisis no es correcto, pero aunque lo fuera y me lo demostraran seguiría rechazando tales soluciones por ser contrarias a mis principios.

Entonces, si las soluciones neoliberales no sirven, ¿cómo combatir el desempleo? Prescindiendo, por ahora, de las medidas políticas concretas y ciñéndonos a las grandes líneas, es evidente que solo hay dos vías, no necesariamente excluyentes entre sí:

  1. Crear más necesidades de trabajo aumentando la producción
  2. Distribuir el trabajo ya existente entre todos los trabajadores
Como dije al principio, no prentendo más que esbozar una aproximación a las líneas generales del problema, así que me limitaré a unos apuntes sencillos sobre estas vías.

La producción va ligada a la demanda. Las empresas no van a aumentar la producción si no hay demanda para consumir lo producido. Por eso no es correcta la afirmación de que unos impuestos bajos a las rentas del capital fomentan la inversión. Es la demanda la que fomenta la inversión y, por lo tanto, lo que hay que hacer crecer. Para eso son necesarias dos condiciones. En primer lugar es necesario que los consumidores dispongan de dinero, pero también que tengan una estabilidad económica que les permita gastarlo sin miedo al futuro.

En otras palabras, tiene que haber una situación de empleo estable generalizada, con lo que entramos en un círculo vicioso que es necesario romper por algún punto. Según la probada teoría de John Maynard Keynes,  se puede lograr mediante la inversión pública, pero en la situación a la que hemos llegado esto tiene dificultades e implicaciones que dejo para otro momento.

La segunda vía, repartir el trabajo ya exisitente, pasa por incentivar las reducciones de jornada y el trabajo a tiempo parcial en lugar de los despidos. Esto también tiene sus problemas e implicaciones, por supuesto, pero aunque los ingresos individuales de cada trabajador fueran menores, con más gente trabajando de un modo estable tendríamos mucho ganado.

Naturalmente, todo esto no es más que una aproximación muy somera a las grandes líneas del problema. A partir de aquí empezaría el verdadero análisis de cada una de esas dos vías, con todas sus derivaciones, para traducirlas en medidas concretas y viables.


 
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lunes, 17 de octubre de 2011

En defensa del voto inútil


Siempre es arriesgado plantear paralelismos entre diferentes períodos históricos, especialmente cuando uno de los períodos comparados es el presente, que no podemos ver con la perspectiva que da el tiempo. Sin embargo no puedo evitar que algunos aspectos de la actual situación política de España me recuerden el período histórico que se dio en llamar el turno pacífico.

Para aquellos que no conozcan o no recuerden este período de nuestra historia, recordaré que entre el fracaso de la Primera República y la instauración de la dictadura de Primo de Rivera, se estableció en España una monarquía parlamentaria. Se implantó el sufragio universal masculino, pero las elecciones eran sistemáticamente falseadas para que se alternasen en el poder los partidos liberal y conservador. No merece la pena detallar los métodos empleados para conseguirlo: el partido de la porra, los aquelarres en los que votaban cementerios completos, etc.

Lo más sorprendente de este sistema fue el tiempo que duró, y seguramente lo más grave el efecto que produjo. En palabras del hispanista británico Hugh Thomas:
El pueblo español llegó a considerar el sistema parlamentario -imitación deliberada del inglés- como un medio para excluirle de la política [...] El "piadoso fraude" de la Constitución fue una de las razones de la difusión de las ideas revolucionarias entre la clase obrera.
Sé que el paralelismo es forzado, porque hoy no se recurre a métodos tan sucios ni tan burdos. Pero hay otros medios más sutiles y más legales que el PSOE y el PP no dudan en utilizar para obtener el mismo resultado. Algunos establecidos desde el inicio de la democracia, como el sistema de circunscripciones, el reparto de escaños por sistema d'Hondt o el límite del 3% de los votos para obtener representación parlamentaria. Otros más recientes, como la reforma del sistema electoral para limitar las candidaturas de partidos nuevos o minoritarios, o de la Ley de Régimen Local para dificultar las mociones de censura.

A esto se encaminan también prácticas como asignar y tiempo y espacio en los medios de difusión públicos a los partidos en proporción a la representación obtenida en las elecciones anteriores, al igual que la financiación con dinero público en proporción a los resultados y su anticipo en función de los resultados anteriores. También la decisión pactada de no aceptar debates televisados más que entre los dos candidatos de los partidos mayoritarios, con exclusión de los demás aunque tengan un incuestionable arraigo en la vida pública española.

Una diferencia más hay con el período del turno pacífico, y es que hoy el bipartidismo también nos lo autoimponemos los ciudadanos disfrazado de "voto útil". Llevamos muchos años arrastrando ese pernicioso concepto: todo voto que no sea para los partidos mayoritarios consideramos que no cambiará nada, y por lo tanto es inútil.

El efecto me parece obvio. Un puñado de partidos, una casta de políticos profesionales, se han asentado en el poder y lo consideran suyo. Olvidan y quieren que olvidemos que la soberanía reside en el pueblo, y no en ellos. Amparados en que los ciudadanos los han elegido hacen y deshacen a su antojo ignorando totalmente la voluntad popular. Así el expresidente Aznar embarcó a España en la guerra de Irak pese a que el 90% de los ciudadanos se manifestó en contra. "No se puede gobernar con encuestas" dijo. Así los señores Rodríguez Zapatero y Rajoy pactaron una reforma constitucional de espaldas al pueblo. "Es necesaria", dijeron.

Y eso tiene consecuencias. El descrédito de la clase política es evidente. En el "barómetro" que periódicamente publica el CIS, a la pregunta ¿Cuál es, a su juicio, el principal problema que existe actualmente en España? aparece una y otra vez en los primeros lugares la respuesta La clase política, los partidos políticos. Aquellos que deberían aportar las soluciones son percibidos como el problema.

Peor aún, no solo destruyen la confianza de los ciudadanos en los políticos, lo que ya es grave, sino en las propias instituciones. Al pedir a los ciudadanos que valoren de 0 a 10 su nivel de confianza en las instituciones, ni  el Gobierno, ni las Cortes, ni los Tribunales de Justicia, ni el Tribunal Constitucional, ni el Defensor del Pueblo alcanzan siquiera el "aprobado".

Tenemos que romper con este marasmo en el que nos han metido y devolver a la política lo que tiene de noble y digno. El primer artículo de nuestra Constitución dice:
España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.
Pues esto último, pluralismo político, es lo que nos está haciendo mucha falta. Está en la calle, pero no en las Cortes.

Ante las próximas elecciones, el Partido Socialista dirá que la división de la izquierda favorece a la derecha, y nos llamará al "voto útil". El Partido Popular ni siquiera se molestará en hacerlo, porque sabe que ya cuenta con la práctica totalidad del voto de derechas.

Por supuesto hay muchísimas personas que votarán a estos partidos por convicción, lo que es muy respetable. También habrá muchos que les voten porque quieren que su voto sea "útil", y también esto es respetable, pero yo creo que es un error.

Creo que es necesario llevar a las Cortes el pluralismo que hay entre los ciudadanos. Que deben perder un peso que no les corresponde los partidos que nos han llevado a donde estamos: PP, PSOE, CiU y PNV. Que Izquierda Unida debe recuperar, sino los 21 diputados que alguna vez tuvo, al menos los 13 que en justicia le habrían correspondido en las pasadas elecciones. Que hay que dar voz a quienes no la tienen, a los partidos minoritarios como UPD y a los nuevos como EQUO.

Creo todas esas cosas, y por eso salgo en defensa de ese voto que nos quieren hacer creer que es inútil.

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lunes, 10 de octubre de 2011

Capablanca y Alekhine

Sentados: Lasker (izquierda) y Tarrasch
De pie: Alekhine (de uniforme), Capablanca y Marshall
Tal vez ningún torneo de ajedrez sea tan famoso ni haya sido tan estudiado como el campeonato del mundo de 1927, que jugaron José Raúl Capablanca defendiendo el título contra Alexander Alekhine como aspirante.

Capablanca era el gran favorito. En 1921 le había arrebatado el título a otra leyenda, Emmanuel Lasker, que pese a ser el campeón insistió en ser tratado como el aspirante porque, según él, Capablanca ya había ganado el título por su maestría. En los años siguientes dominó el mundo del ajedrez de tal manera que todos lo daban como ganador seguro. Alekhine, en concreto, nunca había conseguido ganarle. Incluso, cuando se acercaba el momento del torneo, grandes maestros llegaron a decir que Alekhine no ganaría ni una sola partida.

Pero el torneo lo ganó Alekhine, por un resultado de seis victorias, tres derrotas y veinticinco tablas, en el que fue uno de los campeontatos mundiales más largos de la historia del ajedrez. Desde entonces muchos se han preguntado por qué perdió Capablanca. Cada partida ha sido analizada jugada por jugada en busca de la respuesta.

Y la respuesta, creo yo, es que en aquel tablero no se enfrentaron solo dos jugadores, sino dos formas de entender el ajedrez y, en cierto modo, la vida.

Todos reconocían entonces y siguen reconociendo ahora que Capablanca era un jugador de un inmenso talento, que jugaba con una facilidad y lucidez que asombraban a sus rivales. También era un hombre alegre, simpático, mujeriego, poco disciplinado y muy seguro de sí mismo y su superioridad en el tablero. No solía preparar los torneos, y no era raro que pasase la noche antes de una partida importante jugando a las cartas.

Alekhine era su opuesto. No tenía el talento de su rival pero era un hombre ambicioso y tenía, a cambio, una gran disciplina y capacidad de trabajo. Preparó concienzudamente el torneo, estudiando minuciosamente las partidas y el estilo de juego de Capablanca.

El resultado probablemente era inevitable. No solo perdió Capablanca, sino el estilo de juego que representaba, saliendo triunfante la manera de entender el ajedrez de Alekhine, que hoy es la norma de todo jugador profesional.

Alekhine nunca le dio a Capablanca la oportunidad de recuperar el titulo e incluso evitó coincidir en los mismos torneos que él. No volvieron a enfrentarse hasta 1936, año en que Capablanca se "vengó" con una brillante victoria sobre su rival.

Capablanca, con una salud muy deteriorada, falleció de un derrame cerebral en 1942. Alekhine, con una salud igualmente destruida por tres guerras, cuatro años después.

Supongo que esta historia encierra una moraleja, y que cualquiera que la examine a la luz de la razón dirá que Alekhine es el modelo a seguir y Capablanca el ejemplo a evitar. Y sin embargo, qué le vamos a hacer, yo no puedo evitar sentir simpatía por Capablanca.

domingo, 9 de octubre de 2011

Diez mentiras

El diario que leo habitualmente publica los domingos un suplemento llamado Mercados, de temática económica. En el de hoy se incluye un artículo titulado Decálogo de falacias sobre la crisis, que firman los profesores Juan Manuel Quinzá y Fernando Agulló. De la mayoría de los puntos de este decálogo he hablado ya en las diferentes entradas de este blog. Ayer mismo, de una afirmación que se hace en la breve introducción: que los gobernantes conservadores, por razones puramente ideológicas, desean una reducción del papel de los Estados en la economía.

Las falacias del decálogo, que recojo sin la argumentación, son estas:
  1. La crisis no se podía prever.
  2. Hay que refundar el capitalismo.
  3. Hay que salvar a los bancos para que fluya el crédito.
  4. Hay que reducir el gasto público.
  5. Hay que reformar el mercado laboral.
  6. Hay que reformar el sistema de pensiones.
  7. Hay que privatizar las cajas de ahorros.
  8. Se están aplicando las únicas medidas posibles.
  9. El ataque de los mercados se evita corrigiendo el equilibrio presupuestario.
  10. Hay que dejar actuar libremente a la mano invisible del mercado.
Aclaro únicamente que el segundo punto no se incluye como falacia porque no sea necesario reformar el sistema capitalista, sino porque ni se ha hecho ni se tiene intención de hacer nada en ese sentido. Más bien al contrario.

La cotrarreforma

Como es sabido, el neoliberalismo es partidario del Estado mínimo. Según su teoría,  el mercado en libre competencia produce espontáneamente todo lo que se neceista y sólo lo que se necesita, y lo distribuye eficientemente. Por lo tanto, toda intervención del Estado es contraproducente. En palabras del economista Alain Minc el capitalismo es el estado natural de la sociedad. La democracia no es el estado natural de la sociedad. El mercado sí.

Si aceptásemos esa teoría y la llevásemos a sus últimas consecuencias, la conclusión sería que lo ideal no es un Estado mínimo, sino la ausencia total de Estado. Por eso se dice a veces que el neoliberalismo es anarcocapitalista. Pero esto no es correcto, no propugnan la desaparición del Estado sino reducirlo a un Estado mínimo.

¿Qué significa realmente esa expresión? Significa un Estado que se limite a garantizar la propiedad y el orden público. Y es que, por más que digan que el mercado es eficiente y el estado natural de la sociedad, saben que el liberalismo sin cortapisas produce enormes desigualdades e injusticias. El mercado es amoral. Así que se necesita un poder que garantice que los ricos y los poderosos no se verán perturbados ni amenazados en sus personas ni en sus bienes: el Estado mínimo.

Examinemos un poco las medidas que actualmente se nos quiere hacer creer que son necesarias y sin alternativa, y veremos que todas van en el mismo sentido. Reducción del déficit público, que siempre se traduce en reducir el gasto y nunca en mejorar los ingresos, y por lo tanto en reducción de los servicios públicos. Bajar los impuestos, normalmente a las rentas de capital y no a las de trabajo y por más que esto sea contradictorio con la reducción del déficit, lo que significa más recortes en servicios públicos, menos redistribución de la riqueza y más desigualdad.

Y naturalmente la reforma laboral, siempre en idéntico sentido desde hace décadas: lo que llaman flexibilidad. Moderación salarial (el mismo Minc propuso sin despeinarse que los salarios se congelasen durante cinco años), facilitar y abaratar el despido, reducir las cotizaciones sociales, debilitar la negociación colectiva, etc. Se han llevado a cabo varias reformas en ese sentido y ninguna ha producido los resultados prometidos.

Todas han fracasado, lo que no es obstáculo para que se sigan exigiendo nuevas reformas. Igual que han fracasado las políticas de liberalización y privatizaciones del FMI. Todos los países en que se han aplicado, sin excepción, han acabado más pobres que antes, lo que no impide que insistan en ellas pese a la evidencia y la magnitud de su fracaso.

Todo esto tiene un fin que va  más allá de la crisis actual aunque quieran hacernos creer que superarla es el objetivo. No lo es. El objetivo no es otro que volver a su modelo del Estado mínimo, también en esto a pesar de la evidencia de ya se experimentó con nefastas consecuencias.

Los políticos estarán en lo sucesivo bajo el control de los mercados financieros, afirmaba en 1997 el presidente del Bundesbank, Hans Tietmeyer. Le faltó añadir como en el pasado estuvieron bajo el control de los grandes trusts. Lo peor es que esa temible profecía parece que tiene todos los visos de hacerse realidad.

Evitarlo depende de todos los que no creemos que el mercado está por encima de la moral y la justicia. El que calla otorga, dicen. Por eso, y por lo que está en juego, no podemos callar.

lunes, 3 de octubre de 2011

4,6 billones de euros

4.600.000.000.000 € Esa es la cantidad que, según he leído en la prensa de ayer, han destinado los estados europeos al rescate de la banca. Ante cifras de esas dimensiones suele ser buena idea referirlas a otras más intuitivas para hacernos una idea cabal de lo que representa. Por ejemplo, el mismo artículo señalaba que eso es el 37% del PIB total de la Unión Europea, o cuatro veces el PIB español. Expresandolo de otro modo, significa que los bancos se han quedado todo lo que se ha producido en la Unión durante cuatro meses.

En comparación, el total de los rescates de Grecia, que todavía no se han ejecutado por completo, es de 220.000 millones de euros. Bancos: 20, Grecia:1, señalaba el titular. Dicho de otro modo, con lo que se ha destinado a salvar a la banca se podrían salvar 21 Grecias.

Otra manera de verlo es que esa cifra representa aproximadamente 9.000 euros por cada ciudadano europeo. Es decir, que una familia media de cuatro miembros le habrá entregado a los bancos 36.000 euros. Porque no hay que olvidar que quienes aportamos ese dinero somos nosotros, los ciudadanos que pagamos impuestos.

Hagamos otra comparación, que creo muy interesante. La prestación por desempleo en España, que algunos consideran demasido generosa y dicen que desincentiva la búsqueda de empleo, tiene un tope máximo de 1087 euros brutos. Si redondeamos a 1.000 estaremos tirando muy por lo alto, ya que no todos los parados cobran el máximo ni mucho menos. Ahora bien, según Eurostat, en toda la Unión Europea hay 23 millones de parados. Con la cifra que se destina a los bancos se les podría pagar a todos ellos esos 1.000 euros durante 16 años.

Y aún nos dicen que hay que ser austeros, que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades.  A lo mejor es que se me escapa algo, pero diría que nuestras posibilidades serían mucho mayores si no nos hubiesen quitado de los bolsillos 9.000 euros a cada uno.

Todos estamos obligados, por supuesto, a asumir nuestras responsabilidades y pagar nuestras deudas. Todos menos los banqueros. Ellos no tienen que asumir responsabilidades ni pagar sus deudas, ya se las pagamos nosotros.