Pausa en mi temática habitual y en mi no menos habitual pesimismo, y tiempo para el juego y la anécdota intrascendente. Me apetece. Siempre es bueno olvidarse por un rato de la realidad, y siempre hay cosas que te la hagan olvidar. En mi caso, por ejemplo, los críos, la música y, naturalmente, una buena partida de ajedrez.
Aunque este juego me ha gustado desde que aprendí las reglas siendo niño, no puedo decir que sea un buen jugador, porque no tengo tanta afición como para profundizar en su estudio. Claro que tampoco puedo decir que sea un mal jugador. Todo depende del nivel que consideremos, y mi nivel es el de partidas entre amigos. De éstas he jugado cientos, contra un buen puñado de rivales diferentes. Y ese es mi tema de hoy, los rivales, o algunos de ellos, que jalonan mi historia de ajedrecista de tres al cuarto.
Si dejamos aparte a la familia, mis primeros rivales fueron los compañeros del colegio y el instituto. En el colegio yo era un jugador francamente malo pero, las cosas como son, la mayoría de mis compañeros jugaban aún peor, por lo que solía ganar y me creía bueno. Hasta que jugué unas partidas con el bedel y las perdí estrepitosamente. Quedaron patentes todas mis lagunas, que más bien eran océanos. Un juego desequilibrado, muy agresivo y nada defensivo, escasa valoración del material, mal manejo de los caballos, y no digamos de los peones...
Llegado a los últimos cursos del instituto topé con el que con seguridad ha sido mi rival más duro, un compañero de nombre Emilio y de mal nombre "El Listillo". Por el mote se comprenderá que no gozaba de excesivas simpatías entre los compañeros. Tal vez por eso solía buscarme a mí para jugar al ajedrez, o tal vez porque le oponía alguna resistencia. No mucha, porque lo cierto es que, aunque debimos de jugar no menos de veinte partidas, solamente le gané una vez. De él aprendí a plantear un poco mejor mis aperturas, la importancia del enroque y a no dejarme atrapar el alfil en b3. Esto último después de haberlo perdido tontamente un buen puñado de veces.
Un par de años más tarde conocí a Máximo, el rival con el que más disfruté jugando seguramente por la notable igualdad que había entre ambos. De hecho, hasta puedo cuantificar esa igualdad porque fue el único rival con el que he llevado la cuenta de partidas ganadas y perdidas. El caso fue que alguien le dijo, antes de conocernos, que yo era un buen jugador y el mismo día que algún amigo común nos presentó me invitó a jugar una partida. Le gané, me pidió la revancha y volví a ganar, y todavía jugamos una tercera partida que perdí. Al día siguiente me buscó y volvimos a jugar. Perdí la primera partida, gané la segunda y perdí la tercera. En ese momento me dijo: "tres tres". Admito que por un instante no supe de qué narices me hablaba, y ante mi evidente desconcierto aclaró que se refería al tanteo, tres partidas ganadas cada uno. Fue ese comentario trivial el que hizo que empezase a llevar la cuenta. A lo largo de seis o siete meses jugamos cincuenta y dos partidas, con un resultado final de veintisiete a veinticinco a favor de Máximo. No sabría decir nada concreto que aprendiese de él, aparte del mate de Legal, pero estoy convencido de que mi juego mejoró notablemente en esas partidas.
Pasó después un tiempo en que jugaba poco y sin ningún rival más o menos habitual, hasta que hice un curso de informática hacia el año 2002. Tres o cuatro de los estudiantes pasábamos los ratos libres jugando partidas de ajedrez a través de la red. Entre ellos Julián, que jugaba mejor que yo, aunque diría que no mucho mejor. Recuerdo un par de partidas en concreto jugadas con él. En una que jugué con negras, tras los más que típicos movimientos 1. e4, e5, Julián continuó con 2. Dh5. Una apertura muy poco usual que en realidad no es muy buena, pero que me pilló descolocado. Respondí g6, y si sabéis algo de ajedrez os daréis cuenta de inmediato de que eso es un error monumental. Confieso que tan estrepitosa derrota hizo que, una vez en casa, cogiese los trebejos y analizase las posibles variantes. Para mi sorpresa, al día siguiente Julián intentó de nuevo la misma apertura. Ni que decir tiene que esta vez la estrepitosa derrota fue suya. Y es que una jugada atípica puede sorprender la primera vez, pero no es buena idea volverlo a intentar con el mismo oponente.
Terminado aquel curso volvió a decaer mi actividad ajedrecística. Al menos con rivales humanos, porque de tanto en tanto juego una o dos partidas en el ordenador. En realidad apenas juego, salvo alguna partida ocasional con mi sobrino. Empecé a enseñarle de niño, y ahora tengo la satisfacción de que me ponga una resistencia seria y empiece a ganarme partidas.
En fin, espero que esta modesta entrada sirva para distraeros un rato de la realidad cotidiana, pues ese es su único propósito. Como decían Tip y Coll, la próxima semana hablaremos del Gobierno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario