Hace poco se reformó la Ley electoral de forma que los partidos políticos que no hubieran obtenido representación en las elecciones anteriores necesitarán, para poder presentar su candidatura, la firma del 0,1% del censo electoral en aquellas circunscripciones electorales por las que pretendan presentarse. Además deben obtenerlas en el plazo entre la convocatoria oficial de elecciones y la finalización del plazo para presentar las candidaturas, es decir que deben reunir esas firmas en veinte días.
Anteriormente se reformó la Ley de Bases del Régimen Local de modo que cuando una moción de censura sea suscrita por un concejal del grupo del gobierno se incrementará en un voto la mayoría necesaria para aprobarla.
La primera reforma prácticamente impide a los partidos nuevos o minoritarios concurrir a las elecciones. La segunda dificulta que prospere una moción de censura en los ayuntamientos. No hace falta discurrir mucho para ver que ambas están encaminadas a reforzar aún más el poder de los dos partidos mayoritarios.
Lo que no puedo evitar preguntarme es para qué. Ese poder al que se aferran y quieren reforzar ya no es tal poder, y tampoco hay que discurrir mucho para verlo.
El Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio y otros organismos de funcionamiento nada democrático dictan las políticas económicas y nuestros políticos, unos a regañadientes y otros con entusisasmo, las acatan contra toda opinión de la ciudadanía.
Los especuladores juegan a la ruleta con nuestra deuda pública y, lejos de plantarles cara y tomar medidas que lo impidan, todo el afán de gobierno y oposición es tranquilizar a los mercados ignorando el hecho clamoroso de que nunca hubo motivo para que estuvieran nerviosos y su actuación se debe a la pura codicia.
Frau Merkel y monsieur Sarkozy ya no se molestan ni en fngir que en la Unión Europea haya democracia. Exigen medidas a los mal llamados países periféricos que no hacen más que agravar su situación, y las obtienen de inmediato.
Ahora piden que reformemos nuestra Constitución, y nuestro inefable Presidente se pone inmediatamente de acuerdo con nuestro no menos inefable líder de la oposición para reformarla. Y deprisita, que no es cosa de dar tiempo a que se produzca alguna reacción.
Por supuesto, ni se les pasa por la cabeza preguntar al pueblo. ¡Qué papelón si al pueblo se le ocurre decir que no! A ver con qué cara les dirían a quienes tienen el verdadero poder que no pueden hacer lo que se les dice por una nadería obsoleta como la democracia.
Por eso me resulta difícil entender tanto empeño en pegar el culo al escaño. ¿Para qué? El palacio del Congreso y el de la Moncloa ya no son más que decorados en los que mediocres actores se afanan por hacer verosímil lo que todos saben que es ficción.
Y no puedo dejar de pensar en la herencia que dejaremos a la próxima generación. La democracia española agoniza, la estamos dejando morir entre todos. O despertamos y empezamos a luchar por ella o no tarderemos mucho en asistir a su último estertor.
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