lunes, 19 de marzo de 2012

La Constitución de 1812

Hoy se conmemora el bicentenario de la Constitución de Cádiz, conocida popularmente como "La Pepa" precisamente por haberse promulgado el día de San José. Recientemente adquirí un bonito ejemplar conmemorativo, aunque anteriormente ya la había descargado y leído en formato digital. Legalmente, puesto que es de dominio público, y solamente por satisfacer mi curiosidad ya que leerla con doscientos años de retraso no tiene obviamente el menor propósito práctico.

Lo primero que me llamó la atención al leerla por primera vez fue su nada desdeñable extensión, nada menos que trescientos ochenta y cuatro artículos. Acabada esa primera lectura mi primera impresión fue de cierta decepción. Acostumbrado como estaba desde la adolescencia a oir hablar de lo avanzada que había sido la Constitución de 1812, me encontré con un texto que dista mucho de la idea de democracia que tenemos hoy en día.

En primer lugar, y nada más comenzar la lectura, me encuentro una notable distinción entre españoles y cidudadanos. Son españoles, dice el texto, todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas y los hijos de éstos. Pero solamente son ciudadanos aquellos españoles que por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios y están avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios. Primera decepción por tanto constatar que se establecían tres clases de habitantes de España, los que no son libres, los hombres libres nacidos en España y los que, además de haber nacido en España, tienen ascendencia española por ambas líneas. Solo los últimos son ciudadanos, y la distinción no es baladí porque solo ellos tienen derechos políticos. Nótese, por cierto, que dice "hombres", a las mujeres ni se las menciona pero se sobreentiende que están excluidas de la ciudadanía.

También me llamó poderosamente la atención la complejidad del sistema electoral, que era indirecto. Los ciudadanos, reunidos en juntas parroquiales, debían nombrar unos electores parroquiales. Estos electores, reunidos a su vez en juntas de distrito, nombrarían unos electores provinciales que, reunidos a su vez en juntas provinciales, nombrarían a los diputados. Todos los ciudadanos podían ser electores, pero para ser diputado se exigía, entre otros requisitos, tener una renta anual proporcionada procedente de bienes propios. Segunda decepción, el sufragio no era exactamente censitario, pero se le parecía bastante. Un dato curioso es que el mandato era por dos años, lo que parece extrañamente breve teniendo en cuenta la extensión de los dominios españoles y la lentitud y precariedad de las comunicaciones de la época.

Pero lo que realmente me pareció decepcionante fue la amplitud de los poderes reservados al rey. Se le reserva en exclusiva el poder ejecutivo, incluida la potestad de nombrar libremente a los secretarios de despacho, equivalentes de los actuales ministros. Pero además el rey podía negarse a sancionar las leyes, en cuyo caso las Cortes no podrían volver a tratar el mismo proyecto durante un año, transcurrido el cual y si se le volviese a presentar el mismo proyecto podía negarse por segunda vez con las mismas condiciones, aunque no por tercera vez. Habida cuenta de la brevedad del mandato de los diputados, el mismo texto solo hubiera podido ser votado tres veces en dos o incluso tres legislaturas diferentes, por lo que el rey habría tenido un derecho de veto bastante eficaz si la Constitución hubiera estado vigente el tiempo suficiente.

Todo esto no son más que unas breves pinceladas de los aspectos que me resultaron llamativos y me causaron, como decía, una cierta decepción inicial. Pero si me quedase en esa valoración estaría siendo injusto, porque eso sería leer un texto de hace doscientos años con mentalidad de un lector moderno. En realidad esta Constitución sí fue notablemente avanzada si consideramos de dónde se partía y cuáles eran las circunstancias del momento.

Se partía de una monarquía absoluta. Absolutamente absoluta, si se me perdona la redundancia. Considerando esto no fue poca cosa establecer la separación de poderes, por imperfecta que fuera. Se le deja al rey el poder ejecutivo, pero se le priva del legislativo y el judicial, y aún en el ejecutivo se le imponen límites. Se establece además por primera vez que la soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho a establecer sus leyes fundamentales. El rey deja de serlo por derecho divino. El poder judicial se hace independiente: ni las Cortes ni el Rey podrán ejercer en ningún caso las funciones judiciales, avocar causas pendientes ni mandar abrir los juicios fenecidos, las causas o quejas contra magistrados quedaban encomendadas al Supremo Tribunal de Justicia. En pocas palabras, puede parecer una Constitución casi retrógrada leída dos siglos después, pero fue un cambio realmente radical con respecto a lo que existía solo cuatro años antes.

Hay que tener en cuenta también las circunstancias en que se promulgó. No me refiero ni a la guerra ni al vacío de poder, con ser importantes, sino a las circunstancias políticas. El predominio que los liberales tuvieron en las Cortes de Cádiz era puramente coyuntural y lo debían de saber. No podían abrigar muchas dudas de que, finalizada la guerra, el rey, la nobleza y el clero se opondrían con todas sus fuerzas. E imagino que también debían de ser conscientes de que no contarían con el apoyo del pueblo llano que, en conjunto, no era liberal, porque carecía de cultura política. La prudencia debió de pesar bastante a la hora de hacer concesiones a la monarquía. A toro pasado, sabiendo lo que ocurrió después, cabe preguntarse si tendrían que haber sido aún más prudentes o, por el contrario, lanzarse al vacío y empezar una revolución.

En defintiva la Constitución de Cádiz fue una de tantas ocasiones perdidas en España, pero no por ello deja de ser conveniente recordarla como un hito en la lenta conquista de las libertades en nuestro país.

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