Ayer acudí a la manifestación convocada por los sindicatos contra la reforma laboral, que fue multitudinaria. Al hojear la prensa esta mañana me encontré, como era de esperar, con las habituales diferencias de cifras según quién haga el recuento y quién dé la noticia. La disparidad es tan absurda que no sé ni por qué me molesto en leerlas. De hecho, llega a tal extremo que al leer en la prensa local que aquí habíamos asistido entre quince y veinticinco mil, según la fuente, la diferencia me ha parecido pequeña. Lo cierto es que la cifra real no me importa en absoluto. Para saber que fue la mayor asistencia a una manifestación que se recuerda en muchos años basta con haber estado allí. Para saber que fue lo mismo en toda España basta con ver las fotografías publicadas por los periódicos.
Esta asistencia masiva demuestra en primer lugar que existe una gran preocupación entre los ciudadanos, al menos entre los de clase trabajadora. Demuestra también que, si D. Mariano Rajoy se equivocaba cuando en diciembre decía que los españoles aceptarían las medidas no gratas, ahora tiene que estar sordo para seguir diciendo, como hizo ayer mismo, que la reforma es justa, buena y necesaria y que es la que esperaban cinco millones de parados. Tiene que estar sordo, digo, a menos que sea, como dice el refrán, el peor de los sordos: el que no quiere oir.
La reforma, aunque ya vigente por ser decreto-ley, tiene todavía que pasar el trámite parlamentario exigido por la Constitución. No cabe duda de que lo pasará, porque el Partido Popular tiene mayoría parlamentaria sobrada y sus dirigentes ya se han apresurado a decir, aunque no con estas palabras, que las protestas les importan tanto como una cagada de mosca. Volvemos a lo de siempre, obtuvieron la mayoría de los diputados y por lo tanto están legitimados para todo, aunque no lleguen realmente al cincuenta por ciento de los votos ni sumando los de CiU, previsiblemente su principal apoyo. La misma justificación que sirvió al Sr. Aznar para meternos en una guerra ignorando que más del noventa por ciento de los ciudadanos estaba en contra sirve ahora al Sr. Rajoy para ignorar las protestas. Los ciudadanos les votaron y ya no tienen nada más que decir. Y punto, que diría Don Manuel.
Pero no es de esto de lo que quería hablar, sino de los sindicatos. Decía hace meses que son, con todos los defectos que podamos y queramos achacarles, el gran dique de contención contra la marea neoliberal. En el prólogo a la segunda edición de El laberinto español, dice el autor, Gerald Brenan, que no había valorado bien el papel de la Iglesia porque "...incluso cuando ha caído muy por debajo de la misión que de ella se espera [...] aun en sus momentos de mayor decadencia, ocupa una posición clave en la estructura social del país". Pues eso mismo, aunque la comparación parezca extraña, creo que puede predicarse de los sindicatos. Aunque no me guste la deriva que han tomado, aunque no me haya privado de criticar a los señores Toxo y Méndez, no podemos confundir a los sindicatos con sus dirigentes.
Esto también lo demuestra la gran afluencia de trabajadores a las manifestaciones de ayer. Podemos y debemos exigirles otras actitudes, transparencia, democracia... lo que queramos, pero los sindicatos siguen siendo los representantes de la clase trabajadora. Más aún, los necesitamos. La mayor parte, sino todo lo conseguido en materia de justicia social y derechos laborales en el pasado siglo ha sido por su existencia y no por regalo gracioso de ningún gobierno. Los sindicatos, que en definitiva son los propios trabajadores, tienen la estructura, la organización y la capacidad de convocatoria.
También decía hace meses, haciéndome eco de una opinión de Sami Naïr, que sólo los movimientos sociales amplios pueden impedir que se desmantele el Estado social. Esos movimientos sociales pueden ponerse en marcha de muchas formas, como el 15-M o plataformas como Attac, pero le corresponde de manera natural a los sindicatos. Los convocantes de las manifestaciones de ayer han recibido un inequívoco respaldo de los trabajadores, ahora les compete a ellos no desperdiciarlo.
Pero no es de esto de lo que quería hablar, sino de los sindicatos. Decía hace meses que son, con todos los defectos que podamos y queramos achacarles, el gran dique de contención contra la marea neoliberal. En el prólogo a la segunda edición de El laberinto español, dice el autor, Gerald Brenan, que no había valorado bien el papel de la Iglesia porque "...incluso cuando ha caído muy por debajo de la misión que de ella se espera [...] aun en sus momentos de mayor decadencia, ocupa una posición clave en la estructura social del país". Pues eso mismo, aunque la comparación parezca extraña, creo que puede predicarse de los sindicatos. Aunque no me guste la deriva que han tomado, aunque no me haya privado de criticar a los señores Toxo y Méndez, no podemos confundir a los sindicatos con sus dirigentes.
Esto también lo demuestra la gran afluencia de trabajadores a las manifestaciones de ayer. Podemos y debemos exigirles otras actitudes, transparencia, democracia... lo que queramos, pero los sindicatos siguen siendo los representantes de la clase trabajadora. Más aún, los necesitamos. La mayor parte, sino todo lo conseguido en materia de justicia social y derechos laborales en el pasado siglo ha sido por su existencia y no por regalo gracioso de ningún gobierno. Los sindicatos, que en definitiva son los propios trabajadores, tienen la estructura, la organización y la capacidad de convocatoria.
También decía hace meses, haciéndome eco de una opinión de Sami Naïr, que sólo los movimientos sociales amplios pueden impedir que se desmantele el Estado social. Esos movimientos sociales pueden ponerse en marcha de muchas formas, como el 15-M o plataformas como Attac, pero le corresponde de manera natural a los sindicatos. Los convocantes de las manifestaciones de ayer han recibido un inequívoco respaldo de los trabajadores, ahora les compete a ellos no desperdiciarlo.
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